Mi historia de procrastinación – Parte I.

Me acuerdo perfectamente de la sensación de dolor de estómago cuando estaba a días de tener que entregar al menos cuatro “papers” para mis cursos de maestría. Era el final de la recta y la hora de dar resultados. Me emocionaban mis papers. Mi cuarto estaba cubierto de post-its gigantes que se consiguen en esas papelerías espectaculares de Estados Unidos. Cada pliego lleno de mapas mentales e ideas en todos los colores de marcadores que tenía a mi disposición. Me daban, literalmente, mariposas en el estómago cada vez que leía sobre los temas que me disponía a escribir . Venían tantas ideas a mi cabeza que la adrenalina (y no se que otras cosas) se disparaban y necesitaba salir a caminar largo y a buen paso para bajar sus efectos. Mientras procesaba todos los químicos que sentía correr por mi cuerpo, ordenaba mis ideas.

Pero a la hora de escribir… cualquier cosa era un mejor plan. Ir al mall con alguna amiga, ver heroes y hasta ir al gimnasio (y no diría que soy adicta al ejercicio!). Mi no escribir no era por falta de entusiasmo. Aún creo que el problema era un exceso de entusiasmo.

Esta no era la primera vez que me pasaba. Cuando estaba en séptimo Anita de Mantilla, mi profesora de Historia, nos anunció el trabajo del trimestre. Teníamos que escribir un ensayo sobre el Bogotazo. Tan pronto salí de la clase fui a la biblioteca e identifiqué, con ayuda de la bibliotecaria, todos los libros que me podían servir. También fui a la casa de mi tío Benjamín. A él le encantaba la historia y la política y tenía muchos libros, así que seguro tendría bibliografía útil. Me senté con mi papá y me contó, otra vez, toda la historia sobre como él y su familia vivieron el evento. Empecé a leer. ¡Pero había tanto por cubrir! El tema era interminable. Tenía un mes completo para escribir mi ensayo. ¡Un mes completo! De trabajo independiente. Se sentía como de grandes.

El mes pasó volando. Ya era una experta en el Bogotazo. Pero nada estaba en el papel. Tomé café (sí, a los 13). Coca-cola. Me quedé frente al computador mientras todos dormían. Y las palabras no salían. Me acuerdo un momento en el que comencé a escribir. Pero no era el ensayo. Eran mis sueños. Literalmente. Fracasé. Mi mamá se levantó en algún momento, encontró a este zombie en el estudio y me mandó a dormir. Al otro día, que era martes, no fui al colegio. Me quedé en la casa escribiendo y llegué el miércoles con mi ensayo.

Anita de Mantilla me puso “Muy Pobre”. ¡Era la peor nota! Jamás me había sacado un muy pobre. Mi mamá pidió cita con la profesora. Con su actitud de abogada y mamá protectora, testigo de las horas que había invertido en este trabajo, mi mamá estaba convencida que esta era una batalla que íbamos a ganar. Un muy pobre era una verdadera injusticia. Nos reunimos las tres.

En menos de un minuto Anita desarmó a mi mamá con su amabilidad y su sensatez. Le explicó que mi trabajo sin duda era muy bueno. Pero que yo necesitaba una lección. Y un muy pobre no se me iba a olvidar nunca (en eso tenía razón). Una fecha límite, es una fecha límite. Este era el momento para que yo aprendiera de responsabilidad. Vi la cara de mi mamá, ahora aliada con Anita, y supe que mi pelea estaba perdida.
15 años más tarde, estudiaba en Harvard, pero parecía que no había aprendido mi lección. ¿Sería capaz de terminar todos mis papers a tiempo?

 

Hora de ir a terapia. Me senté en la sala de espera de las instalaciones de bienestar de Harvard. Había varios folletos en la mesa sobre mi problema. Tips para manejar la procrastinación. Explicaban la relación entre procrastinación y perfeccionismo, procrastinación y ansiedad, procrastinación y regulación emocional. Tal vez fue de las primeras veces que escuché sobre el famoso síndrome del impostor. Leí vorazmente y cuando me llamaron a entrar estaba lista para un sermón del terapeuta y ojalá, algunos insights sobre lo que estaba mal conmigo. ¡Yo necesitaba saberlo! ¿Cuál era el trauma que me aquejaba? ¿Porqué no había aprendido la lección de Anita de Mantilla?

En vez de eso me encontré a un terapeuta perfectamente complaciente con mi problema. Era el Dr. Ghazi Kaddouh. Y Ghazi, para esa sesión, no me tenía ningún discurso. Ninguna estrategia para vencer la procrastinación. Por el contrario. La charla fue algo así:

Ghazi: ¿Qué haces en vez de escribir tus papers?

Tatiana: Hmm… voy a caminar. Voy a hacer ejercicio. Salgo con mis amigas. Leo un libro. Veo televisión…

Ghazi: ¿Y eso es malo?

Tatiana: Ehhh.. pues no. No en sí mismo.

Ghazi: ¿Entonces cuál es el problema? Lo que me dices es que estás teniendo una vida. Estás cultivando tus amistades, estás cuidando tu cuerpo, estás descansando.

Así continuó la conversación por otros cuarenta minutos. Yo usaba todos los recursos a mi disposición para convencer a Ghazi de que lo que estaba haciendo con mi tiempo estaba MAL. Y que mi maestría estaba en riesgo. Y que probablemente no merecía estar ahí. Pero Ghazi no se dejaba persuadir. Y en vez de darme estrategias de estudio, me daba crédito por mis decisiones sobre manejo del tiempo. Descontaba mi culpa y más bien me invitaba a pensar que mis decisiones eran sabias.

Salí de ese consultorio decepcionada. ¿Este es un terapeuta de Harvard? ¿Cómo no se da cuenta que estoy mal?
Pero con el tiempo tuvo sentido. Dejé de juzgarme por un instante. Puse en perspectiva lo que hacía con mi tiempo. Y escribí mis papers. Todos. Tal vez pedí una extensión para el de estadística (definitivamente no es mi fuerte). Me la dieron, me gradué y al día de hoy atesoro lo que escribí en esas semanas. De verdad me siento orgullosa de mi trabajo.
Y atesoro más el tiempo que pasé con mis amigas, las caminatas largas por Boston y por Cambridge, los ratos rumiando en librerías como The Coop y Barnes and Noble, viendo que títulos se topaban conmigo. Atesoro los momentos de contemplación.

 

¿Qué lección me dejó Ghazi? Que detrás de la procrastinación no solo se esconden historias de perfeccionismo, ansiedad, bajo manejo emocional y síndrome del impostor. Detrás de la procrastinación a veces se esconde la sabia decisión de poner nuestro tiempo y nuestro corazón en lo importante.

También, que una mirada compasiva con nosotros mismos puede hacer mucho más por nosotros que horas y horas invertidas en desarrollar mejores estrategias de estudio y de productividad.

Esta es solo la primera parte de mi historia. De procrastinación hablaremos más en nuestro conversatorio del viernes. Estás muy invitado.

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